Por: Antonia Mercedes Payano
Docente universitaria
El debate sobre la reforma del Código de Trabajo que actualmente cursa en el Senado no es un simple ajuste legislativo: constituye un verdadero replanteamiento del pacto social dominicano en materia laboral. El Código vigente, promulgado en 1992 (Ley 16-92), representó un avance sustancial para la protección de los trabajadores. Sin embargo, más de tres décadas después, se observa con claridad que dicho marco normativo responde a una realidad histórica y económica distinta de la actual.
La globalización, la digitalización de la economía y la irrupción de modalidades laborales como el teletrabajo han desbordado la capacidad reguladora de un texto que nació en un contexto industrial tradicional. La ausencia de normas claras para estas nuevas formas de empleo genera vacíos jurídicos, incertidumbre en la inversión y, lo más grave, la posibilidad de que el trabajador quede expuesto a relaciones precarias no contempladas en la ley.
Ahora bien, toda reforma debe someterse a un principio rector ineludible: el principio de no regresión en materia laboral. Este, reconocido por la doctrina y la jurisprudencia internacional, establece que los derechos conquistados no pueden ser reducidos ni eliminados bajo pretexto de modernización. Prestaciones como el salario de Navidad, las vacaciones, la estabilidad frente al despido y el auxilio de cesantía forman parte del acervo de conquistas históricas que la reforma no puede vulnerar.
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Desde una perspectiva académica, la discusión debería centrarse en cómo armonizar dos exigencias complementarias: por un lado, la preservación de la tutela efectiva de derechos de los trabajadores y, por otro, la incorporación de reglas flexibles que permitan a las empresas competir en un mercado global. Este equilibrio es lo que caracteriza a los códigos laborales modernos y lo que permitiría a la República Dominicana dar un salto cualitativo en su institucionalidad laboral.
En este sentido, tres ejes se revelan imprescindibles: (1) La regulación del teletrabajo, garantizando derechos como la desconexión digital, la provisión de equipos y la cobertura de gastos asociados. (2) La actualización de la jornada laboral, con esquemas flexibles que respeten los límites constitucionales de la jornada y aseguren remuneraciones justas y (3) El fomento de la formación profesional continua, para que el capital humano dominicano pueda adaptarse a las nuevas tecnologías sin quedar rezagado frente a las exigencias del mercado internacional.
La reforma laboral, entonces, no puede concebirse como un enfrentamiento entre trabajadores y empleadores, sino como la construcción de un nuevo pacto tripartito, en el que gobierno, sindicatos y empresarios asuman compromisos de largo plazo. El reto del Senado consiste en propiciar un debate técnico y desapasionado, que evite caer en soluciones populistas o maximalistas.
El Código de Trabajo dominicano ya cumplió su ciclo histórico. Corresponde ahora redactar una normativa que mantenga la esencia protectora del derecho laboral, pero que, al mismo tiempo, incorpore la flexibilidad que exige la economía contemporánea. El futuro del trabajo en la República Dominicana dependerá de que logremos ese delicado equilibrio entre justicia social y modernidad productiva.